La búsqueda de la longitud del mar y la recompensa vitalicia olvidada de Felipe III

Rey Felipe III y la longitud del mar Rey Felipe III y la longitud del mar
Escena portuaria con la partida de san Pablo de Cesarea (1596), óleo sobre lienzo de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625), North Carolina Museum of Art, Raleigh. Wikimedia

El problema de la longitud del mar, es decir, la determinación de la posición geográfica de un barco en el océano, fue uno de los grandes desafíos científicos y náuticos de la historia. Conocer la longitud del mar era esencial para la navegación, el comercio, la exploración y la defensa de los territorios ultramarinos, especialmente en una época en la que España dominaba gran parte del mundo conocido.

Sin embargo, a finales del siglo XVI, no existía un método fiable y práctico para medir la longitud del mar. Los navegantes podían calcular su latitud, es decir, su distancia al ecuador, observando la altura del sol o de las estrellas sobre el horizonte. Pero para hallar su longitud, es decir, su distancia al meridiano de origen, necesitaban conocer la hora exacta tanto en el lugar donde se encontraban como en el punto de referencia. Y esto era muy difícil de conseguir con los relojes mecánicos de la época, que se desajustaban con los cambios de temperatura, humedad y movimiento.

Ante esta situación, el rey de España Felipe III, siguiendo el ejemplo de otros monarcas europeos como Isabel I de Inglaterra o Enrique IV de Francia, decidió ofrecer una recompensa a quien lograse resolver el problema de la longitud del mar. En 1598, mediante una real cédula, el rey estableció que se otorgaría una pensión vitalicia, en ducados, al “descubridor de la Longitud”. La cantidad exacta de la pensión no se especificó, pero se supone que sería generosa y proporcional a la importancia del hallazgo.

La oferta real atrajo la atención de muchos sabios, inventores y aventureros, que presentaron diversas propuestas al rey o a su Consejo de Indias. Algunas de estas propuestas se basaban en métodos astronómicos, como el uso de eclipses lunares, las posiciones de los satélites de Júpiter o las distancias angulares entre la luna y las estrellas fijas. Otras se basaban en métodos magnéticos, como el uso de brújulas especiales o de agujas imantadas por el polo norte celeste. Y otras se basaban en métodos mecánicos, como el uso de relojes de arena, clepsidras o cronómetros.

Sin embargo, ninguna de estas propuestas resultó satisfactoria ni convincente para el rey y su Consejo. Todas tenían algún inconveniente o limitación práctica que impedía su aplicación efectiva en el mar. Además, algunas eran falsas o fraudulentas, como la del italiano Jerónimo Sirtori, que afirmaba haber inventado un reloj que marcaba siempre la hora de Roma sin necesidad de cuerda ni péndulo. El rey le concedió una audiencia y le pidió que demostrara su invento ante testigos cualificados. Pero Sirtori nunca se presentó y huyó con el dinero que había recibido por adelantado.

Así pues, el problema de la longitud del mar siguió sin resolverse durante todo el reinado de Felipe III y los siguientes. No fue hasta el siglo XVIII cuando se encontraron soluciones definitivas al problema, tanto por la vía astronómica como por la vía mecánica. Por un lado, el astrónomo inglés John Flamsteed elaboró unas tablas precisas de las posiciones lunares que permitían calcular la hora local mediante un sextante. Por otro lado, el relojero inglés John Harrison diseñó unos cronómetros marinos capaces de mantener la hora con gran exactitud a pesar de las condiciones adversas del mar.

Estos avances supusieron un gran progreso para la ciencia y la navegación, y también para España y sus intereses imperiales. Sin embargo, ninguno de sus autores recibió la pensión vitalicia que Felipe III había ofrecido dos siglos antes. Quizás porque ya no era necesaria ni suficiente para reconocer el mérito de tan extraordinario logro.

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